Noviembre – Diciembre / 2018
Paisajes
Carlos López

De mi amigo Carlos López
Recuerdo la primera vez que conocí a Carlos López, probablemente en su primera exposición en Castel Ruiz. Él era un joven de aspecto frágil, casi transparente, con la tez muy clara y el rostro levemente azulado. Esos colores, blanquecinos, lechosos y azules delicadísimos, serán la base de su paleta a lo largo de los años.
Fragilidad y silencio.
Meditación sobre el paisaje Carlos escucha a la naturaleza, cuando está en el monte, en el mar o en las montañas, se siente embargado por lo que le rodea y lo hace suyo, convirtiéndolo en tema-motivo de sus pinturas: bardenas, mares y montañas. Cada uno conteniendo un interés específico. Escuchar a la naturaleza sin la huella humana (salvo algún cuadro de ciudades, de siluetas de ciudades, donde tampoco sentimos al hombre). Las cosas más humildes y primarias: el árbol, la hierba (el matorral), la orilla de la playa, el agua salpicando, la materia (la textura de la roca), el color, la luz.

El silencio, de nuevo el silencio. En Carlos siempre el silencio, la meditación y el silencio.
Si los pintores construimos con nuestra obra el mundo que nos gustaría vivir, ese lugar de la ficción cargado de nuestros sueños y deseos, en el caso de Carlos, esa poética de ficción nos lleva a un espacio de ensueño, de calma anímica donde sólo habitan la luz, el color, la temperatura, el viento, el agua y una brizna de hierba. Una mañana en la que aparecí por su estudio, hace de esto cinco o seis años, me quedé embelesado con unas manchas de color acrílico sobre lonetas sin ningún tratamiento especial. Es lo más abstracto que he visto en los trabajos de Carlos y sin embargo subyacía, se dejaba ver, a pesar de todo, sus eternos paisajes en esas manchas. Siempre hay una línea que muestra la tierra y el resto es el cielo. Pero quiero reseñar que en estas telas, de factura Japonesa, la idea de la representación, aunque se mostraba, era lo menos relevante. Lo que vivía con ardor y fuerza era la composición, el vacío-lleno, el equilibrio que el gesto automático e irreflexivo es capaz de captar. Es decir, la verdadera magia de la pintura, ese instante que la inspiración es capaz de registrar: el aliento, la vida que vive dentro de nosotros.
Su paleta es reducida, casi siempre la misma, pero esto no es un demérito, es una elección. La vibración de sus colores es delicada, acertada y sutil. Los cielos empastados, blanquecinos y apuntando los celestes, reales y ultramar claro. Las tierras en ocres oro, sienas y tostados suaves. Y en el centro, fruto de los dos extremos, los verdes ligeros, apagados, sin chirriar ni alborotar lo mas mínimo Qué emoción poder habitar siempre en este registro sin la violencia de los primarios puros Así es Carlos. Hablando con Carlos en su estudio me confesó que desde muy joven se sintió fuertemente atraído por los paisajistas castellanos de los años 40. La dureza y sobriedad del paisaje de Castilla pintada por Benjamín Palencia, Beulas … De ahí le viene el amor absoluto e incondicional por el paisaje, convertido en el único tema de sus trabajos. También hablamos de sus continuos viajes a Madrid para estar al corriente de los maestros. Es entonces cuando se siente fascinado por la pintura gestual y sobre todo matérica Farreras, Tapies, Barceló y los neoexpresionistas alemanes (Kiefer), tan en boga en esos años. Estos son parte de los pilares que nos ayudarán a entender mejor la pintura de Carlos. Y para terminar anotar un dato, a mí me encanta el momento presente de sus trabajos Me parece un momento de sensibilidad pura. Sus paisajes, sin abandonar la representación, están construidos como fruto de vivencias íntimas. Son pura emoción.